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REVISTA110

ENSXXI Nº 114
MARZO - ABRIL 2024

Por: PABLO DE LORA DELTORO
Catedrático de Filosofía del Derecho
Universidad Autónoma de Madrid


Pablo de Lora es catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad Autónoma de Madrid. Es autor de más de setenta publicaciones académicas y ha sido investigador visitante en la Universidad de Harvard, entre otros centros. Sus investigaciones se han centrado en los presupuestos filosóficos del constitucionalismo y de la interpretación constitucional, los desafíos éticos y jurídicos que plantea el avance de la biomedicina, los derechos humanos y los retos filosófico-jurídicos de las relaciones sexuales y el género. Entre sus últimos libros destacan: Los derechos en broma. La moralización de la política en las sociedades liberales (Deusto, Madrid, 2023) y Recordar es político (y jurídico). Una desmemoria democrática (Alianza, Madrid, 2024, en prensa).

Frisaba el año nuevo de 2024 y la vicepresidenta del Gobierno, Yolanda Díaz, publicaba una felicitación a través de la red X que rezaba: “Espero que este nuevo año convierta todos vuestros buenos deseos en derechos”.
Es el perfecto síntoma “epocal”, el de la corrupción institucional y conceptual de un noble ideal cuyo señalamiento tiene el largo aliento de ilustres juristas que, como Francisco Laporta y Liborio Hierro, ya a principios de la década de los ochenta del pasado siglo advertían de la preocupante proliferación de “nuevas generaciones de derechos”. Ese fenómeno tenía y tiene una explicación sencilla: los derechos humanos, esas inmunidades, pretensiones, poderes o libertades que los textos constitucionales han consagrado como “derechos fundamentales”, constituyen el patrón oro de la legitimidad del Estado moderno, el banco de pruebas de cualquier teoría de la justicia, toda una “religión secular”, al decir de autores como Michael Ignatieff.
No puede extrañar por ello que nuevas “generaciones” de derechos humanos se abran a nuestra vista. Así, junto a los llamados derechos de segunda -los derechos económicos y sociales- y de tercera generación -los culturales y medioambientales-, se apela a derechos emergentes tales como el derecho humano al paisaje, el derecho humano a la ciudad y tutti quanti. Esta invocación constante es perversa en el debate público pues supone un expediente paralizante en la tarea de justificar la pertinencia, justicia u oportunidad de una reivindicación o medida política o legislativa que, por lo demás, pudiera ser atendible. La apelación a que el interés, o la necesidad, X debe ser satisfecho porque es un derecho humano ahorra todo esfuerzo argumentativo. Entre los muchos ejemplos que me cabría poner de este muy contraproducente efecto repárese en la reciente discusión habida en España en torno a la modificación de la mención del sexo en el Registro Civil. ¿Qué requisitos cabrá exigir para que las llamadas “personas trans” puedan proceder a dicha rectificación? Son muchos los intereses en juego, no siendo el menos trascendental de ellos el interés de muchas mujeres en que su emancipación, sus derechos -también humanos o fundamentales-, sus conquistas, queden comprometidas si, como finalmente ha terminado ocurriendo en la llamada “ley trans” (la Ley 4/2023, de 28 de febrero, para la igualdad real y efectiva de las personas trans y para la garantía de los derechos de las personas LGTBI), se consagra un supuesto “derecho a la autodeterminación de género”. Y es que una vez que se proclama que la rectificación registral solo precisa de una declaración de voluntad del interesado, pues cualquier otra exigencia vulneraría su “derecho humano a la identidad de género”, el debate queda clausurado. Y lo cierto es, en cambio, que tal supuesto derecho no es en absoluto obvio: ¿se vulneraría algún interés o necesidad humana básica si el Registro Civil dejara de registrar el sexo de las personas, de la misma manera que no consigna la raza o la religión? A mi juicio no, y tanto las personas trans como las llamadas personas cis estaríamos a ese respecto en igualdad de condiciones. O repárese en la reciente reforma en las “leyes trans” de la Comunidad Autónoma de Madrid (las Leyes 2 y 3/2016) que han sido objetadas como regresivas en derechos para el colectivo LGTBI. ¿Cómo cohonestar esa denuncia con el hecho de que hay Comunidades Autónomas, señaladamente el Principado de Asturias, que no cuentan con ley autonómica alguna en dicha materia? ¿Acaso las personas trans que residen en Asturias no ven respetados sus derechos fundamentales?

“La multiplicación irrestricta de los derechos humanos degrada su fuerza vinculante y, en particular, los rasgos que, como derechos subjetivos, caracterizan típicamente a tales derechos, a saber, su universalidad, absolutidad e inalienabilidad”

De otro lado, la multiplicación irrestricta de los derechos humanos degrada su fuerza vinculante y, en particular, los rasgos que, como derechos subjetivos, caracterizan típicamente a tales derechos, a saber, su universalidad, absolutidad e inalienabilidad. Su plasmación como derechos fundamentales en textos constitucionales, un efecto al que, con la irrupción del llamado “Nuevo Constitucionalismo Latinoamericano”, hemos asistido desde finales de la década de los 90 del siglo pasado, hace que tales Constituciones se conviertan en auténticas fábricas de aporías, en expresión del constitucionalista mexicano Pedro Salazar. Añádase además la tendencia a ampliar los titulares de derechos hasta el punto de incorporar a la nómina de tales sujetos a entes naturales o a la naturaleza misma en su conjunto. La Ley 19/2022, de 30 de septiembre, para el reconocimiento de personalidad jurídica a la laguna del Mar Menor y su cuenca, es buena muestra de ello. Una iniciativa popular parecida existe en los Países Bajos para hacer también titular de derechos al Mar de Wadden y diversos pronunciamientos de Cortes Constitucionales concediendo a ríos y montañas determinados derechos complican aún más la ya de por sí compleja tarea ponderativa de resolver los, por otro lado, inevitables conflictos entre derechos fundamentales.
Junto con los abusos en la consagración e invocación de los derechos humanos, otro de los signos característicos de esta etapa jurídico-institucional que nos ha tocado vivir es la degradación del instrumento de la ley.
Si concibiéramos el sistema jurídico -el conjunto de normas que disciplinan la convivencia en una comunidad humana- al modo del tráfico viario, en un Estado de Derecho la ley es el vehículo normativo que tiene la prioridad, una suerte de ambulancia, coche de bomberos o policía que se ocupa de lo más importante y al que el resto de vehículos -las normas dotadas de inferior jerarquía normativa por ser su procedencia la de un órgano dotado de menor representatividad- han de ceder el paso. En eso consiste el ideal del imperio de la ley que caracteriza a los Estados de Derecho. Dicho de modo sintético, la ley es el texto que articula un conjunto de normas que expresan la voluntad general, estipulan definicionalmente conceptos e imponen o eximen deberes, establecen derechos, prohibiciones o permisos con pretensión de coherencia, abstracción y generalidad sobre un ámbito particular de los asuntos humanos.

“Las disposiciones de estas leyes-santimonia se colonizan con infinitivos tales como ‘impulsar’, ‘implicar’, ‘sensibilizar’, ‘concienciar’, ‘promover’ y de su escaso valor prescriptivo da buena cuenta el hecho de que un proto-infractor resuelto o cabal, o una autoridad pública que se propusiera la inobservancia o quiebra de esas ‘normas’, no sabría realmente qué curso de acción seguir”

Ciertamente, hace décadas ya que ese ideal y el instrumento mismo están en franca crisis. Periclitado el Estado liberal decimonónico tras la crisis de entreguerras, no han faltado los diagnósticos ni las etiquetas para denominar los nuevos tipos de Estado -y los nuevos tipos de leyes- que caracterizarían esa “superación”: leyes de caso único, leyes medida, leyes fotografía, etc.; y junto a ello el uso y abuso del Decreto-Ley, una perversión también antigua pero que en los últimos tiempos se ha exacerbado hasta extremos inauditos. No solo en términos cuantitativos sino también cualitativos: asistimos a la insólita aprobación de Decretos-Ley con intervalos amplísimos de vacatio legis -el más reciente el Real Decreto-Ley 7/2023, de 19 de diciembre, establecía la entrada en vigor para algunas de sus medidas el 1 de junio de 2024, es decir, más de seis meses después- o que el Gobierno, en su previsión legislativa a un año vista, determine qué decretos-ley se propone aprobar, convirtiendo la exigencia material del artículo 86.1 de la Constitución (“la extraordinaria y urgente necesidad”) en papel mojado.
En un libro que he publicado recientemente (Los derechos en broma) he caracterizado como leyes “santimonia” a aquellas leyes que, al igual que las leyes simbólicas, puramente retóricas o volitivas, como las ha caracterizado el constitucionalista Eloy García, lejos de “establecer”, “prescribir” o “disponer”, tienen como principal misión imponer un cierto relato, un relato en el que el legislador exhibe virtud. La característica santimonia se percibe en las exposiciones de motivos que suelen acompañarlas, innecesariamente prolijas las más de las veces, en ocasiones de mayor extensión que el propio texto legal. Así, el legislador vasco, que promulga la Ley 4/2019, de 21 de febrero, de sostenibilidad energética de la Comunidad Autónoma Vasca, se ve compelido en la exposición de motivos a recordar que: “… la vida es posible porque el Sol emite energía que llega al planeta Tierra…”. Podría apuntar a decenas de preámbulos semejantes.
Las disposiciones de estas leyes-santimonia se colonizan con infinitivos tales como “impulsar”, “implicar”, “sensibilizar”, “concienciar”, “promover” y de su escaso valor prescriptivo da buena cuenta el hecho de que un proto-infractor resuelto o cabal, o una autoridad pública que se propusiera la inobservancia o quiebra de esas “normas”, no sabría realmente qué curso de acción seguir.LORA PABLO ilustracion
Entre los muchos ejemplos que cabría poner, piensen en la “Ley de Cultura de la Paz en Aragón” (la Ley 8/2023, de 9 de marzo), que cuenta con el precedente de la Ley estatal 27/2005, de 30 de noviembre, de fomento de la educación y cultura de la paz. En su exposición de motivos el legislador aragonés da cuenta de que “antropólogos e historiadores han demostrado que los seres humanos están programados para la cooperación y la ayuda mutua…” y que “En Aragón, la cultura de la paz tiene un fuerte arraigo, vinculado con la fuerza del pacto como tradición”. El legislador aragonés se remonta a las “asambleas de paz y tregua” del siglo XII o al Compromiso de Caspe (1412) pero no así, claro, a julio de 1938 cuando empezó a librarse la batalla del Ebro, la más encarnizada de las sostenidas durante la Guerra Civil. En su articulado la norma aragonesa recuerda lo que el poder público en Aragón no puede dejar de hacer, del mismo modo que en la ley estatal de fomento de cultura de la paz se señala en su artículo 1, de manera fútil por redundante, que: “España resolverá sus controversias internacionales de conformidad con la Carta de Naciones Unidas y los demás instrumentos internacionales-de los que es parte…”.

“Las invocaciones de píos y buenos deseos del legislador son, además, contraproducentes y frustrantes como bien muestra, a mi juicio, la muy desnortada -por atentatoria del principio de realidad- ‘revolución civil y procesal’ que se ha operado por el ministerio de la Ley 8/2021, de 2 de junio, en materia de discapacidad, con la que se pretende acoger el llamado ‘modelo social de la discapacidad’”

En la legislación santimonia predominan los anuncios, como decía; los prolijos listados de intenciones u objetivos, un elenco de principios “rectores” cuya mención huelga puesto que, o bien no podrían dejar de regir, o bien ya están constitucionalmente consagrados. En esas leyes se enuncian las que muchas veces son las tareas que de ordinario tienen encomendadas las Administraciones públicas sin necesidad de que se reiteren, o se dispone lo que va de suyo que puede hacer el Gobierno, siendo impertinente anunciarlo o permitirlo. Las invocaciones de píos y buenos deseos del legislador son, además, contraproducentes y frustrantes como bien muestra, a mi juicio, la muy desnortada -por atentatoria del principio de realidad- “revolución civil y procesal” que se ha operado por el ministerio de la Ley 8/2021, de 2 de junio, en materia de discapacidad, con la que se pretende acoger el llamado “modelo social de la discapacidad”. Y es que, como ha señalado Daniel Gascón a propósito de este virtue signaling que caracteriza la vida jurídico-institucional de las democracias liberales contemporáneas, “en la lucha contra el mal lo que importa es sentirse bien”. El Estado social y democrático de Derecho es hoy un Estado social, democrático y dramatizado de Derecho, un “Estado satisfyer” (más de palabra que de obra, con todo).
No todo Estado es Estado de Derecho, decía célebremente Elías Díaz al arrancar Estado de Derecho y sociedad democrática (1966), un libro que marcó intelectualmente a toda una generación de juristas y políticos y que supo dar cauce teórico -filosófico-jurídico- a los anhelos de quienes pugnaban por salir de la dictadura franquista. En todo Estado social y democrático de Derecho debe permanecer viva la aspiración a poder regular nuestra coexistencia ciudadana dado el hecho del pluralismo razonable entre personas que profesan concepciones diversas y densas sobre el bien. Ello no quiere decir, empero, que el Estado sea absolutamente neutral, que el Derecho lo sea; es un anhelo imposible. Pero en el espectro, en la distancia relativa a ese ideal regulativo de la neutralidad estatal, llevamos tiempo retrocediendo a pesar de que esa regresión se presente como “progresista”. Luchar hoy contra esa, a mi juicio, “reacción” que supone el Estado de los derechos ilimitados y de la legislación santimonia no es sino luchar en pos de la (relativa) autonomía del Derecho frente a la moral y de un principio noble que trata de impedir la arbitrariedad del poder y asegurar así las condiciones para que los ciudadanos puedan desarrollar su autonomía moral. El Derecho no agota la dimensión de la justicia, es un producto convencional y, por ello, éticamente falible, repudiable desde la conciencia moral, injusto en ocasiones. Como ha señalado Claudio Magris en su novela El Danubio: “… contraponer la legitimidad a la legalidad, apelando a valores cálidos (la comunidad, la inmediatez afectiva) en contra del weberiano desencanto del mundo y la frialdad de las democracias, significa destruir las reglas del juego político que permiten a los hombres luchar por los valores que consideran sagrados, o sea, significa instaurar una legalidad tiránica, negadora de cualquier legitimidad. Invocar el amor en contra del Derecho es la profanación del amor, que se usa como instrumento para negar a otros hombres la libertad e incluso el amor”.

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